Mi salud fue empeorando, llegué a pensar que mi tiempo había llegado. Dios me había bendecido de muchas maneras, una de ellas el ser madre. Y como es natural cuando mi hija creció se casó con un hombre muy apasionado por la vida, su nombre era Pedro.
Pedro era pescador y como en todo, había días buenos y malos, días de mucha pesca y otros de nada.
Su carácter era … determinado. Algunos pudieran decir explosivo, imprudente, alocado, pero yo prefiero decir que lo que se proponía lo lograba, ahí tienen que logró enamorar a mi hija.
Nuestras vidas cambiaron de unos meses a otros, cuando Pedro cambió de trabajo.
Mientras cenábamos nos dijo que ya no se dedicaría más a la pesca, nos sorprendimos por que en realidad mal que bien, eso nos estaba dando para comer.
Añadió: –ahora seré un pescador de hombres.
Esta juventud -pensaba dentro de mí- solo quiere evadir sus responsabilidades
¿A qué te refieres? -le dijo mi hija-
Y entonces nos relato el llamado que Jesús de Nazaret le había hecho. Pero una parte de mí dudaba ¿Por qué llamaría a un pescador? No tenía estudios, no era un hombre preparado, no tenía un carácter ejemplar ¿Por qué a él?
Guardé silencio, ya de por si las suegras tenemos fama de metidas o chismosas, y él no pidió consejo, él nos estaba avisando que de ahora en adelante andaría con ese tal Jesús.
Los días pasaron y no puedo negarlo, hubo un cambio significativo en su manera de hablar y creo que fue por que tuvo un cambio en su manera de pensar, lo arrebatado no se le quitaba, pero Pedro tenía una plenitud que antes nunca había visto en él, era como si ahora su vida tenía propósito.
De pronto, fue que caí enferma, la fiebre empezó a subir y a subir, sentía que perdía el conocimiento, había escuchado que mucha gente moría cuando la fiebre subía tanto, no estoy segura si perdí el conocimiento.
Jesús llegó a casa y cuando supo que estaba enferma de inmediato fue a donde estaba y me tocó, su toque me hizo volver y la fiebre se fue.
De inmediato me levanté, muchas veces antes Jesús había estado en casa, pero nunca antes mi gratitud había sido del tamaño de ese día. Mi agradecimiento era tanto que prepare una rica comida, de estar tan enferma, de repente tenía tanta energía y hambre. Mi hija con pendiente me veía y me preguntaba si estaba mareada, me insistió en descansar y para que no se preocupara le dije que después de cocinar lo haría.
Comimos, disfrutamos y ese día hubo milagros para aventar para arriba, se llevó mi enfermedad y sanó mi dolencia.
Antes de dormir, “caí en cuenta”, por la noche le llevaron muchas personas poseídas, personas endemoniadas y con una simple orden expulsaba a los demonios. Me quedé pensando lo increíblemente bendecida que fui. Su palabra era suficiente para sanarme, pero él decidió tocarme.
Muchas veces escuché a mi yerno hablar de los milagros que Jesús hacía, hoy sanó a un paralitico, hoy a un epiléptico, hoy libero endemoniados, hoy a un leproso, yo me maravillaba, primero dudaba, pero cada vez todo me indicaba JESÚS ES EL HIJO DE DIOS. Tenía miedo aceptarlo, yo quería creer, yo quería el milagro de creer. Pero muchos de mi pueblo decían que era un farsante.
Bien me pudieron haber contado miles de milagros, pero no fue hasta que recibí el mío que todo cambió. Ahora de broma Pedro dice:
-Si tu suegra está enferma no dejes que Jesús la sane, por que se levantará con más fuerza que nunca.
Y yo siempre digo: -Amén, aún queda suegra para rato.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, la suegra de Pedro estaba enferma en cama con mucha fiebre. Jesús le tocó la mano, y la fiebre se fue. Entonces ella se levantó y le preparó una comida. (Mateo 8:14-15 NTV)